Ruben Moreira Valdéz
Edward Hopper, pintor y exponente de la escuela Ashcan, vivió en Saltillo a mediados del siglo XX. Se hospedó en el desaparecido hotel Arizpe Sainz, en la calle de Victoria. Desde el balcón de su habitación y los techos del inmueble apreció los cielos y montañas de mi ciudad y dejó para la posteridad varios cuadros que realizó desde ese puesto de observación.
En mis más lejanos recuerdos de Saltillo, me encuentro de la mano de un tío materno en el santuario a la virgen de Guadalupe. Hay otras imágenes: mi padre leyendo el Heraldo de Saltillo los domingos, la alameda Zaragoza y sus resbaladeros de concreto, el edificio de la Normal de maestros, la plaza de armas con palmeras y un día de feria que terminó en tragedia, porque a los voladores de Papantla algo les falló y dejaron de volar.
El origen de Saltillo son dos pueblos, uno español y otro tlaxcalteca. Por lo tanto, a nosotros nadie nos “conquistó” y no andamos batallando con esa bronca de tintes freudianos. La herencia de aquellos pobladores se nota en el casco antiguo de la ciudad, una plaza de armas, callejones estrechos, casas de adobe y caprichosas calles que siguieron el diseño de desaparecidas acequias. Hay dos edificios que representan aquellos largos siglos del virreinato: la Catedral de Santiago y el templo dedicado a San Esteban. Mi ciudad está al amparo del Santo Cristo, señor de la capilla, que año con año, el día seis de agosto, sale de su casa para ser festejado en el altar de nuestra iglesia mayor.
Un cerro distingue al valle, se llama Del Pueblo; él ha visto pasar desde al capitán Alberto del Canto hasta al erudito Catón. La nuestra era tierra de frontera, de conquistadores y labradores, de mujeres y hombres de trabajo. Por nuestras calles caminaron, entre otros, Miguel Ramos Arizpe, el primero de los mexicanos; los poetas Manuel Acuña, Otilio González y Jesús Flores; los hermanos Alessio Robles, el ingenioso y coqueto Julio Torrí; Ignacio Alcocer, nahuatlato y famoso amigo de Victoriano Huerta; Artemio de Valle Arizpe, al que le saquearon su biblioteca con todo y sus cartas de amor, y tal vez María Ignacia Azlor, la pateña de extraordinaria inteligencia, pionera en la educación de las niñas y a quien en la Ciudad de México le debe el templo de la Enseñanza.
Saltillo recibió al cura Hidalgo y al criollo Allende, pronto los dos serían capturados por mis paisanos; al inútil de Santa Anna, que iba rumo al desastre de San Jacinto; a los americanos infames que nos invadieron y se ensañaron con la población; a Juárez y su república, a los franceses que lo perseguían y a Villa y sus matones. En las casas de adobe de mi ciudad, primero los liberales y luego los revolucionarios soñaron en salvar a la patria de la traición y la opresión. A mi tierra le llaman la Atenas de México, en sus escuelas se formaron hombres y mujeres que cambiaron la patria, les recuerdo a Madero y Carranza.
Hoy, extraño las antiguas casas de la calle de Victoria, unas convertidas en zapaterías y otras víctimas de la ambición inmobiliaria; el antiguo merendero cercano al panteón de Santiago, las arboladas huertas que dejaron secar para luego fraccionar, el democrático desfile chusco, el cine Royal y sus proyecciones de romanticismo extremo y aquellas gringas que en los veranos causaban sensación entre los adolescentes, en especial en uno de ojos verdes que mostraba una impresionante mata de rulos güeros que el tiempo se llevó.
Eso sí, a todos presumo el cabrito de los Cárdenas, los tacos de los Pioneros y Padilla, la barbacoa de Aarón, el pan de Mena, mi universidad, los museos de las aves y del desierto, y mi escuela Normal, pero sobre todo la paz, bendición que pocos lugares de México tienen.
Si Hopper viviera, plasmaría en un lienzo nuestras armadoras, que son orgullo de la fortaleza industrial de mi patria chica, y al cine Palacio convertido en zapatería… que ganas de vender calzado tienen mis paisanos.